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lunes, 6 de julio de 2009

Un almacén glorioso

¿Qué secreto destino será el responsable de llevar a un deportista de alto nivel a dedicarse a la atención de un almacén? ¿Quién podría reconocer detrás del mostrador, protegido por un delantal blanco, a quien fue en otra época una de las personas que competía cada fin de semana o cuando el calendario así lo dictara?

Melián Villatoro es dueño del almacén más célebre de la zona del tero. A su comercio suelen visitarlo personas que viajan varios días en diversos medios de locomoción, incluido el lomo de mula. No es sorprendente que el almacén sea muy concurrido, no al menos para quienes conocen la historia deportiva de don Melián, dueño del establecimiento y almacenero por vocación. Leyendo la biografía recientemente publicada por Efraín Sotelo, en una edición de lujo que incluye las tapas hechas con cuero de vaca y pezuña de toro, podemos conocer un poco más a nuestro almacenero de cabecera.



“Desde pequeño el jóven Melián fantaseaba con atender su propio negocio, un almacén más grande y mejor provisto que el de su padre, don Pedro Villatoro. Al chico le costaba mucho ir a la escuela, vivía muy lejos del establecimiento escolar y la mula se empacaba cada dos pasos, con lo que muchas veces no llegaba a clase o llegaba tarde. De todas formas pudo completar el colegio en cuanto a conocimientos elementales, aprendiendo a leer, escribir, sumar, restar y todo ese tipo de operaciones. Fue un gran orgullo para su padre, quien no sabia ejecutar las acciones anteriormente mencionadas, y que se aprovechó de sus talentos para que le leyera el “Martín Fierro” por las noches. Su madre, Bernarda Céspedes, era quien se ocupaba de la casa y de sus dos hermanos menores. Bernarda sabía que el futuro de la familia se encontraba relacionado íntimamente con el futuro de Melián.”

Los padres de Melián Villatoro han muerto hace varios años y de sus hermanos se conoce muy poco. Son, sin embargo, parte fundamental de lo que ha sido Melián como deportista. Así lo remarca Efraín Sotelo en “El pasado deportivo almacenado: biografía de Melián Villatoro”:

“Los pequeños Villatoro no tenían juguetes, no tenían un padre que jugara con ellos y peor que eso, no tenían imaginación para jugar a nada. Su madre, acaso harta de su proximidad, les enseñó a jugar a la rayuela una tarde de verano, más para alejarlos y poder estar un rato tranquila que para divertirse con ellos.

Rápidamente adoptaron el juego, aunque se demoraron en comprender las reglas que lo gobiernan. El ascenso al cielo, lugar predestinado a los bienaventurados, era una noción muy compleja para esos tres niños, quienes en su limitada imaginación no podían concebir llegar al cielo a través del lanzamiento de piedras. Para ellos era necesario llegar al cielo utilizando alguna estructura, como una escalera gigante o una catapulta poderosísima. Bernarda optó por alejarse sin dar por finalizada la charla teológica.

La puntería de Melián pronto resultó demasiado certera comparada con la de sus hermanos. Melián se pasó varias noches sólo, apenas alumbrado por un farol, probando qué piedra le resultaba más cómoda, qué distancia había desde el número uno hasta el nueve, qué parte del terreno presentaba mayor irregularidad.”

Aquí don Melián demuestra su tendencia natural al profesionalismo, al estudio de la materia en que se destacaría en el futuro. El juego de la rayuela no es sólo tirar una piedra y saltar en una pierna, eso sería fácil para cualquiera. Era necesario un trabajo previo de cálculos y repetición para no fracasar en el intento de acceder a ese cielo al ras de la tierra.

“Una tarde, signada para la desgracia familiar, don Pedro vió al pequeño Melián jugando sólo, arrojando una piedra y saltando sobre un pie, el derecho, en un terrenito que el mismo niño acondicionó para jugar. No había ninguna irregularidad, no había pocitos ni lomitas, estaba perfectamente plano, liso como la pampa, perfecto para el juego con la precisión que requiere el ajedrez.

-¿Qué estás haciendo, Melián?
-Jugando a lo que nos enseñó mamá, la rayuela.
-La rayuela… ese es un juego para chicas.
-Los juegos no determinan el sexo con el que se los debe practicar.

La frase sorprendió a don Pedro, más proviniendo de un chico que apenas podía leer tres o cuatro estrofas del “Martín Fierro” cada noche, con mucho esfuerzo.

-Entonces juguemos.
-Juguemos.
-Pero apostemos algo, ¿te parece?

No había ninguna consulta en las palabras de papá Pedro. Melián no pensaba rehusar al juego ni negarse a apostar, pero tampoco tenía esa posibilidad. Sabía que podía ganar y que debía elegir muy bien cuál sería su trofeo en caso de lograr la victoria.

-Si yo gano, no jugás nunca más a este juego de nenas.
-Si yo gano, me quedo con tu almacén.

La carcajada de don Pedro retumbó por toda la zona del tero y pueblos aledaños. El chico tenía sangre de un Villatoro, sin dudas, y era desafiante, valiente y pendenciero. No se había permitido dudar luego que su padre amenazara con dejarlo sin rayuela para siempre.

-Estamos de acuerdo, yo empiezo.

Pedro Villatoro se acercó a un piloncito de piedras que Melián había acomodado en forma de triángulo. Tomó una con la sola intención de desarmar la forma geométrica, intentando ganar la batalla sicológica que había comenzado con la apuesta. Los primeros lanzamientos no resultaron difíciles para ninguno de los dos contrincantes, hasta que llegaron al ocho.

-Podés retirarte ahora. Obvio que no vas a jugar nunca más, pero al menos te vas sin el orgullo herido.
-Si querés herirme probá tirando piedras.

Se quedaron mirando en una tensa calma. El chico se había tomado muy a pecho el tema de la apuesta y se pensaba capaz de derrotar a un mayor. Pedro sabía que esta lección le serviría en el futuro a Melián e intentaba derrotarlo para que aprendiera a tener respeto por sus mayores y dejara ese juego de niñas.

-Terminemos pronto con esto, Melián. Hasta ahora jugué para que fuera parejo, ahora lo jugamos como corresponde, nada de familia ni de mayor o menor.
-Te toca tirar.

La piedra quedó fuera de los límites del ocho, otorgando la ventaja a Melián. Este no dudó y a partir de obtener dicha ventaja se impuso sin titubear en absoluto. Al finalizar el juego dijo:

-El almacén cuídamelo unos años, hasta que cumpla quince. Si sos un buen perdedor podrías armar de nuevo el triángulo con las piedras.

Ese día terminó con la enemistad de padre e hijo, y con la paliza correspondiente de padre a hijo.”

Aquel episodio motivó a Melián a dedicarse a jugar a la rayuela, apostando algunos pesos. Fue así como inició el ahorro que años después le permitió abrir el almacén que ahora conocemos. Su enojo con su padre no pasó nunca e incluso muchos aseguran que, el día del entierro de don Pedro Villatoro, Melián llegó tarde y arrojó una pedrada al cajón mientras lo estaban cubriendo con tierra.

“Melián llegó a ganar más de cincuenta partidas de rayuela en un mes, convocando multitudes cada vez que un desafío era aceptado por el adolescente. Para cuando cumplió los quince años, momento en que se comprobó que don Pedro no pagaría su apuesta, llevaba más de mil partidas ganadas, con sus apuestas debidamente ahorradas en el Banco del Pueblo, en una cuenta que le había abierto su madre.

Una vez muerto don Pedro, fue doña Bernarda quien quedó al frente del establecimiento, cuidándoselo a Melián para cuando abandonara la carrera deportiva y pasara a trabajar como un almacenero de ley.”

Podemos asegurar, según se infiere de la lectura de Efraín Sotelo, que Melián Villatoro fue feliz. Feliz sin expresarlo, sin abrazar, sin reír demasiado. Su felicidad comenzó acaso un rato antes del duelo con su padre, mientras alisaba el terreno con sus pocas herramientas, hasta con sus manos. Esa felicidad que Melián conquistó un día desapareció. Nos cuenta Sotelo:

“Melián había decidido jugar un año más a la rayuela y luego retirarse, para trabajar en el almacén y aprovechar sus ahorros en mejoras de todo tipo. Una mañana de domingo, mientras compartía unos amargos con su madre y sus hermanos, aprovechó para anunciarlo:

-Este es mi último año, a partir del próximo todos trabajamos en el almacén.

Melián salió esa tarde a disputar su tradicional clásico del domingo, en el patio de los Sánchez, cerca de unos sauces y con un terreno de juego en estupendas condiciones. Isidro Sánchez era su habitual derrotado y esa tarde no cambiaría el resultado. Habían finalizado el match cuando Evaristo Sánchez, hijo de don Isidro, se acercó a ellos corriendo, y casi sin aliento dijo:

-Se derrumbó el almacén de doña Bernarda.

Aquel día fue el último en que Melián disputó una partida de rayuela. Por la mañana del día siguiente enterraron a su madre en el cementerio del pueblo.”

No sólo aquel domingo fue el último día en que jugó a la rayuela, también fue el día en que se peleó con el Dios que había arrebatado a su madre y que había derrumbado su almacén. Ahora se dice ateo, fanático y practicante, y ya nunca habla de la rayuela aunque su nuevo almacén esté lleno de gloria.

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